LEYENDAS DE BOYACÁ
Mamapacha la Leyenda de Garagoa

En tiempo de grandes sequías ordenaba a los mohanes que bajaran al pueblo en horas de la noche para que raptaran a la más hermosa doncella que encontraran. Una vez cumplida la misión, la víctima era conducida al cerro y allí en una ceremonia especial la sacrificaban.
Donde caía la sangre de la muchacha, brotaba un manantial inagotable de agua muy pura. Así nacieron la laguna de Mundo Nuevo y las quebradas de la Colorada y Quigua, fuentes hídricas que alimentan el acueducto de Garagoa.
El Farol de las Nieves

El progenitor, cuando conoció el problema, salió con un farol en busca de su hija por la calle que va a la catedral, y al no poder convencerla, tomó la decisión de emparedarla en una alacena que existía en una de las piezas de la habitación.
El cacique Ramiriquí tenía dos sobrinos: Hunzahúa heredero del trono y su hermana Nonzetá, quienes vivían en el cercado de Hunza, en una “cuca”, seminario de formación, habitación privada del trono.
El heredero según las leyes de Nemequene y Bochica, no podía sentir amor hasta la llegada al gobierno. Solo dos mujeres podían hablar a Hunzahúa: la madre Faravita y su hermana Nonzetá.
Se celebraba una gran fiesta en Hunza, la nueva Capital del Reino Chibcha, todos los caciques y señores, toda la nobleza del pueblo esperaba la aparición de Sue, que desde las tierras de Ramiriquí, debía llegar por los dominios del Cacique Soracá. Los primeros fulgores de Suamena, (La mañana). Adoraban a Hunza y mientras en los “Cojines”, el pueblo del Reino y sus jeques, con las rodillas hincadas y los brazos extendidos saludaban al dios dispensador de luz y de calor. Abajo en el llano Faravita y su hija Nonzetá preparaban la chicha, la dorada fácora que suavizan los rigores del sol, para la continuación de los festejos públicos.
Las dos mujeres guardaban silencio y mientras con “La sana” revolvía la masa, Faravita preguntó a su hija si eran ciertos los rumores de amor que llegaban del maizal. Nonzetá inclinó la cabeza y daba vueltas con sus dedos a su revuelta cabellera, como queriendo ocultar la alborada de rubor, que igual a la de la mañana teñía de rojo sus mejillas; siguió muda y temblorosa, nueva pregunta y nuevo silencio, pero a la tercera Nonzetá prorrumpió en llanto y en frases entrecortadas por los sollozos, contó a su madre la amarga realidad del corazón. Faravita presa del maternal dolor quiso castigar a Nonzetá, con el mismo palo de revolver la chicha, pero la doncella daba vueltas a la vasija aprovechando su agilidad superior a la de su anciana madre, por lo que ésta en un arranque de ira lanzó la sana y rompió la olla: La chicha empezó a regarse; y de la tierra brotó agua aumentando el líquido amarillento que inundaba el pasto, formándose un gran pozo. Nonzetá como una flecha atravesó bohíos, rubricando con su cabellera el itinerario de la fuga.

Ya las protestas, los gritos y amenazas de la multitud, llegaban a Hunzahúa, ya miles de manos crispadas por la cólera se acercaban para aprisionarles, entonces emprendió la fuga y pasó por los Cojines sin hacer veneración alguna, desacato que exacerbó aún más los ánimos de la muchedumbre, que enloquecida siguió en su persecución. Hunzahúa alcanzó la cima del cerro y en un arrebato de temerario valor volvió la cara. El sol caía a su rostro más ardiente que nunca, pensó que el gran Sue le azotaba con un ramal de rayos, pero esperó, porque a distancia de la multitud, subía la cuesta su hermana Nonzetá despreciada también por el Reino.
Ya los dos en lo más alto de la cima, veían la muchedumbre, que trepaba, cuando Hunzahúa puesto arriba los brazos maldijo a la ciudad de Tunja: “estéril quedarás ciudad querida; ya nunca más, ni flores ni árboles verán tu suelo; la tierra que te sostiene será desnuda y barrancosa para que no puedas extenderte; y porque fuiste ingratay cruel con Hunzahúa, tu fundador, no tendrás más compañero que el viento, ni más abrigo que el frío. “Adiós Hunza para siempre”.
Al final de penosas jornadas arribaron al salto de Tequendama, y se apresuró Hunzahúa a cruzar el torrente, para fijar la morada que le señalaba el destino, y al alcanzar su brazo vigoroso para asir de la mano a su amada, se convirtieron en sendas rocas que vigilan por siempre la caída impetuosa de las aguas, hacia el abismo de la catarata.